jueves, 2 de julio de 2009

GUARDAMAR

GUARDAMAR

(Getafe, 1 de julio 2009/2 de julio de 2009)

I

Notaba el sabor del salitre al pasarse la lengua por los labios. Guardamar era un hervidero de turistas en agosto. Con el sol escondiéndose tras los montes, los veraneantes comenzaban a desfilar ante la mesa que ocupaba en la heladería, en pleno paseo marítimo. Todos buscaban el frescor de la brisa del mar.

Siempre, a eso de las ocho, durante los seis días al año que visitaba Guardamar, ocupaba una mesa ubicada en el exterior de la heladería, pedía un granizado de limón, y dejaba correr la mirada por la riada de rostros que discurrían frente a él.

Verano tras verano, año tras año. Los mismos seis días de agosto durante los últimos veinte años. A veces venía completamente solo, como en esta ocasión. Otras, la mayoría, lo hacía acompañado por mujeres que ya no recordaba. Viajaba a Guardamar en esas fechas persiguiendo un sueño, un rostro, unos ojos azules que el paso del tiempo únicamente había difuminado.

Desde hacía muchos años ya solo volvía por la querencia de retornar a lo conocido. Escapaba del fuego que consumía Madrid siguiendo el rastro que dejó en su vida aquella mirada. Una mirada que le atravesó de lado a lado a los 15 años.

A los 38 años ya no se sueña, pero a fuerza de repetir el gesto, todavía buscaba entre los veraneantes a aquella adolescente rubia. Entró en su vida justo enfrente de la heladería, en un atardecer muy parecido al de hoy. Ella, acompañada por su familia, caminaba por aquel mismo paseo. Alguna vez, justo antes de dormirse, aún podía imaginarla tal como era entonces. Caminaba abstraída, mordisqueando un helado, un poco apartada de sus padres. Bastaron los cinco segundos en los que juntaron sus miradas, para que él la llevase consigo el resto de su vida.

Cuando terminaron por cruzarse y se dieron la espalda, ambos giraron la cabeza y continuaron mirándose hasta que fueron engullidos por el resto de paseantes. Después de aquello, ya sólo la volvió a ver en sueños.

Veintitrés años después, allí de nuevo, reposó la vista del constante ir y venir de personas, fijándose en un lejano carguero que seguía la costa hacia el sur. Mucho tiempo atrás, pero eso era cuando aún soñaba, con la vista puesta en aquellos barcos le gustaba anticipar los lejanos puertos a donde les llevaría su singladura.

Dejó el importe exacto de la consumición sobre la mesa y se levantó. Comenzó su diario paseo vespertino, que le llevaría hasta un extremo del paseo marítimo, para seguidamente internarse en el pueblo para cenar.

Aquella tarde, decidió desviarse un poco en su recorrido. Descalzándose, abandonó la acera para continuar caminando por la arena mojada. Apenas iba quedando gente en la playa. Los últimos bañistas dejaban sitio a los pescadores y a los paseantes, que como él, no les importaba mancharse los pies a esas horas.

Se detuvo un momento y observó cómo las olas, mansamente, enterraban sus pies bajo la arena mojada. Dejó que una especie de nostalgia infantil le invadiese, cosa que ya no solía suceder. Unas risas cercanas le sobresaltaron. Un niño perseguía jugando a una niña de unos 8 años, que le miró fugazmente cuando le sorteó por la derecha salpicándole de agua.

Los ojos de la niña casi le derriban. Era una mirada que había viajado veintitrés años para acabar en un rostro que no correspondía. Giró la cabeza para seguir con la vista a la niña que se alejaba huyendo de su perseguidor. Casi se ahogó de melancolía. Rehaciéndose, se sacudió pensativamente los pies de arena mojada y continuó caminando, advirtiendo cómo las olas borraban las pisadas de los niños.

A menos de cinco metros una mujer sola caminaba en dirección contraria. Observaba a sus hijos que se alejaban jugando.

Recién divorciada, había regresado a Guardamar persiguiendo el recuerdo de una vieja mirada que nadie había sabido imitar después de tantos años. Era como si aquella persona, entonces poco más que un niño como ella, pudiera leerle el corazón con solo tener delante sus ojos. Alguien que la mirase de ese modo, descubriría que ahora, detrás de su disfraz de impasibilidad, se ocultaba un corazón roto.

Dejó de vigilar un momento a sus hijos y observó al paseante con el que estaba a punto de cruzarse. Éste sostenía unas zapatillas de lona en la mano izquierda, y caminaba absorto en el vaivén de las olas en la playa. En ese momento, aquel hombre levantó la vista y se miraron. Se reconocieron al instante.

Sin saber muy bien qué hacían, ambos se detuvieron cuando les separaba tan sólo un par de pasos. Se observaban en silencio. El agua del mar, cada vez más fría, enterraba sus pies bajo la arena.

II

Un año después, en agosto, como siempre a eso de las ocho, estaba en Guardamar. Ocupaba una mesa exterior con su granizado de limón. Aprovechando los huecos vacíos que dejaban los paseantes, seguía con la mirada la trayectoria, rumbo al sur, de un buque portacontenedores. Trató de imaginarse cuál sería su destino. Quizás, superado el estrecho de Gibraltar, se dirigiría algún puerto americano.

Le bastó notar un suave roce en el dorso de su mano, para ser devuelto a la heladería. Ella, que se sentaba a su lado, se incorporó ligeramente en su silla de plástico blanco, y sorteando su propio refresco, tomó un pequeño sorbo de granizado de limón. Dejó una pálida mancha de pintalabios en el borde de la pajita.

Como echando de menos algo, él fijó distraídamente su mirada en los rostros bronceados de los paseantes, y después la miró a los ojos. Aquellos increíbles ojos azules. Una racha de viento mezcló el húmedo aroma del mar con el leve rastro de su perfume. Inclinándose, la besó.

lunes, 20 de abril de 2009

Probando Probando

Este es el blog del Cardenal Richelieu y se trata de una prueba. Saludos visitante